Mi primera novela de ficción, con tintes románticos contemporáneos y chick lit,
Como me está costando publicar en Amazon y como me lo habéis pedido alguna. Os dejo el Capítulo 1 de la novela. Espero que os guste. En cuanto tenga el link a Amazon, lo incluiré en esta entrada. Añado también la sinopsis y os aviso de que tiene un prólogo, pero ese ya lo descubriréis en el libro.
Una ciudad, Barcelona. Una casa en el campo. Una herencia. Una adicción, el trabajo. Un mundo controlado, perfecto, a punto de dar un vuelco radical al tropezar con el primer y gran amor de su vida.
Un caso de moobing, un deseo a flor de piel y los locos consejos de su mejor amiga harán que todo lo que Ana conoce y controla se desvanezca.
La música inundaba todos sus
sentidos y estaba absolutamente concentrada en las indicaciones del monitor.
Estaba bañada en sudor. Le sudaba la frente, las manos le resbalaban y su
camiseta marcaba dos cercos bajo las axilas.
«Joder»,
pensó, «me suda hasta el mismísimo trasero.»
—¡Venga,
chicos, última subida, os lo prometo! —gritó el monitor.
Pese
a que no podía más, se obligó a seguir. Echó un vistazo al mapa que aparecía en
la pantalla y comprobó que efectivamente estaban llegando al final de la etapa.
Apretó los puños, cerró los ojos, se subió sobre los pedales y dio lo último
que quedaba de ella para, segundos más tarde, aflojar el ritmo. Con una mano
cogió la toallita y se secó el sudor de la frente.
—¡Bien,
chicos, buen trabajo! Os habéis ganado una ducha. Hasta el miércoles —se
despidió el monitor.
Ana
cogió su mochila y se fue empapada en sudor a casa. Solo tenía que cruzar la
calle. No le molestaba ducharse en el gimnasio, pero prefería hacerlo en casa.
Sobre todo cuando iba a la última sesión de spinning.
Mientras
subía en ascensor hasta el ático donde vivía, miró la hora en el móvil.
«Dios,
es tardísimo.»
Abrió
la puerta de su piso de dos habitaciones. Dejó las llaves sobre la cómoda que
tenía en la entrada y tiró la mochila al enorme puf que había bajo el
pasaplatos. Entró disparada al baño y se dio una ducha. Bajo el chorro del agua
empezó por fin a relajarse. Y su mente voló una vez más a su trabajo. Ese día
le habían comunicado que Rosa, una de las product
manager de cosmética, cogería la baja maternal la semana siguiente. Ella
debería asumir también sus productos. Ana llevaba las marcas de pintauñas y
pintalabios, pero ahora iba a tener que hacerse cargo también de sombras de
ojos, maquillajes y coloretes. Más trabajo, más viajes… Pero podía ser el
trampolín para dar el salto.
Salió
de la ducha y se puso el pijama. Se preparó un plato de pasta y en el momento
en que se sentaba, sonó el teléfono.
—¿Sí?
—¡Ana!
Tengo que hablar contigo. —Era Marta, su mejor amiga—. Tienes que sacarme sí o
sí a cenar y luego a bailar y, si puede ser, a ligar.
—Pero
¿qué pasa? —preguntó Ana—. ¿Te has peleado con Pepe?
—No,
sí, bueno, no. Estoy cabreada con el mundo, con la vida, pero sobre todo, no
aguanto más en casa. Se me cae encima. Los gemelos no paran de correr en
direcciones opuestas y yo ya no puedo más. Me siento una vieja prematura.
—¿Ves
como no era tan guay eso de que empezaran a andar? —contestó Ana con sorna.
—¿Y
por qué todo el mundo afirma que es maravilloso? —Marta hizo un mohín que Ana
no vio, pero que se imaginó perfectamente por el tono de su amiga.
—Entonces,
¿qué tal el jueves? Salimos a cenar y te llevo a la terracita del Hotel Condes
de Barcelona. Acaban de inaugurar la temporada de verano. Es muy chula, se ve la
Pedrera y como el aforo es bastante limitado, no da sensación de agobio.
—No.
Quiero ver gente. Quiero agobio. Quiero que me vean y no quiero guiris.
—Ok,
Marta. Busco un sitio que cumpla las expectativas.
—Perfecto
—respondió su amiga—. ¿Tú qué tal?
—Pues
mira, hasta que me has llamado histérica porque no puedes más con los niños,
estaba pensando en quedarme embarazada.
—¿De
quién? ¿Del Espíritu Santo? —Tras un microsegundo, le volvió a preguntar—: ¿O
es que te has vuelto a echar novio?
—Ni
novio ni ganas de novio. ¡Si no tengo tiempo! —respondió Ana en su tono
habitual de «estas cosas no me interesan»—. Resulta que Rosa se ha vuelto a
quedar embarazada y vuelve a ser un embarazo de riesgo, o sea que ya se ha
cogido la baja y me toca a mí llevar sus líneas de producto.
—¿Más
muestras gratis para tus mejores amigas?
—¡Marta!
¿Eso es lo único que te importa? Voy a tener que currar el doble y a ti te da
igual.
—¡Ah!
Señorita ejecutiva. Es lo que usted se ha buscado. Cuando decidiste enfocar
toda tu energía en tu carrera profesional y convertirte en la dueña del mundo
de los cosméticos sabías que estas cosas pasan. Y piensa que si te lo dan a ti
es porque confían más en ti que en Victoria. Así que no te quejes. Que en lugar
de escuchar historias de amores y sexo desenfrenado, de ese que yo ya no
disfruto desde que soy madre, me tengo que tragar aburridas conversaciones
sobre marketing y ventas — espetó
Marta—. ¡Que me tienes aburrida! Bueno, seguro que te sales con la tuya: elevas
las ventas de la marca y encima te dan el ascenso que esperas desde hace
siglos. ¿Nos vemos en tres días? Y ya que estamos, ¿me traerás un par de
muestras de todo lo que puedas? —preguntó risueña.
—Vale,
pero prepárate —respondió Ana entre risas—. Vas a flipar con el sitio al que te
voy a llevar.
Ana
colgó el teléfono aún sonriendo. Encendió el iPad y revisó el correo. Lo tenía
cargadito debido a todo el traspaso de información para poder gestionar las
líneas de producto que le acababan de dar. A las once y media decidió cerrar el
ordenador, llevar el plato a la cocina y regar las plantas. Desde su pequeño
ático, con su pequeñito balcón lleno de plantas, las vistas de Barcelona eran
sensacionales. Es cierto que no se veía el mar, pero podía ver el Tibidabo y
las terrazas de los áticos de sus vecinos más bajos. En pocos días volverían a
animarse y a cobrar vida propia. Una vida que ella observaría desde su balcón,
a oscuras, mientras revisaba el correo o terminaba la última presentación de
turno. Había decidido apostar por su carrera pero a veces notaba cierta punzada
de envidia de esas reuniones bajo las estrellas del verano, tan relajadas, que
veía desde su piso.
Era
un mayo caluroso. Apenas acaba de empezar y podía estar en el balcón en pijama sin
sentir frío.
«Probablemente
junio será lluvioso», pensó.
Guardó
la regadera en su sitio, apagó las luces y entró en el baño para lavarse los
dientes. Siempre se los lavaba mirándose al espejo. No entendía por qué la
gente se agachaba y se cepillaba en esa postura. A ella le daba dolor de
espalda y tampoco babeaba tanto como para tener que estar sobre el lavabo.
Escupió la pasta y se quedó mirando en el espejo. Le vino a la cabeza la
chorrada que había dicho de tener hijos. Tenía treinta y dos años pero no había
sentido la famosa llamada de ser madre. No. Aún no quería tener hijos.
Se
cepilló el abundante y ondulado pelo castaño oscuro porque sabía que no habría
otra manera de poder domarlo a la mañana siguiente. Su pelo era un fiel reflejo
del resto de su físico, y hasta de su carácter: tenía el pelo fuerte, vigoroso,
como toda ella. Con un metro setenta de estatura no estaba ni entre las más
altas ni las más bajas de las mujeres españolas. Su amor por el deporte, ya
desde pequeña, había perfilado un cuerpo que, de constitución delgada por
genética, se había modelado siguiendo las formas de sus músculos. Era atlética,
pero no musculosa. Más bien fibrada hasta llegar a la espalda, cuya amplitud
era una clara consecuencia de una infancia dedicada al deporte.
Cuando
terminó de cepillarse el pelo se aplicó la crema de noche. Nunca había sido
especialmente de cremas, hasta que entró a trabajar en su empresa actual. Había
tenido que aprender a usar los cosméticos y se había acostumbrado a ellos.
Extendió la crema por el óvalo de su cara e insistió en la zona del entrecejo.
La miopía era la causante de las dos finas y profundas arrugas que se le
marcaban sobre la nariz. Era lo que confería a su cara cierto aspecto de dureza
y hasta de intransigencia. Tenía que sonreír mucho y muy a menudo para poder
contrarrestar el efecto que producían esas arrugas entre sus anchas aunque
perfectamente delineadas cejas.
Era
una mujer atractiva, con un mercado muy definido. No gustaba a todos los
hombres, pero gustaba al tipo de hombre por el que ella también se sentía
atraída; y eso la tenía satisfecha.
Ya era jueves. Una ducha
reparadora para eliminar el cansancio de un duro día de trabajo y, con la
toalla alrededor del cuerpo, Ana oyó vibrar su móvil. Era un whatsapp:
Marta:
¿Me pasas a buscar por casa?
Ana: Ok.
Marta: Coche, no?
Ana:
No, moto.
Marta:
Joooo, no quiero salir con el pelo
chafado.
Ana:
Pues quedamos ahí.
Marta:
Es que no quiero conducir, quiero
emborracharme.
Ana:
Coger coche es un coñazo para aparcar,
resopló mientras escribía.
Marta:
Yo pago parking.
Ana:
No es eso… es por pereza. En lugar de
parking, págate un taxi y quedamos ahí.
Marta:
Es que quiero ir contigo, y así ya vamos
charlando.
Ana:
Eres una pesada. Te recojo en COCHE a las
21:00. Espérame en la portería.
Marta:
Eres un sol.
«Y
tú, una vaga redomada», pensó Ana con una sonrisa. Pero la verdad es que le
apetecía mucho ver a Marta. Se secó el pelo, se enfundó sus tejanos Gap, las
camperas de media caña y una camiseta blanca con una americana marrón.
Como
todas y cada una de las veces que Ana quedaba en recoger a Marta, le tocaba
esperar cerca de diez minutos en la portería, y como todas y cada una de las
veces que le pasaba esto, a cada minuto que pasaba estaba más y más enfadada.
Por fin apareció Marta y le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.
—Estás
guapísima —la miró de arriba abajo y luego le dio un abrazo—. Eres mi ángel
salvador, mi arcángel Gabriel, mi sol, mi luna, mi…
—Para
el carro, guapa, que nos conocemos. —Ana ya se estaba riendo—. Lo que soy es
incapaz de comprender que llegues siempre más tarde que yo a la portería de tu
casa. —Y puso especial énfasis en estas cuatro últimas palabras.
—¿Quieres
una excusa o quieres la verdad verdadera? —preguntó Marta con una sonrisa
jueguetona, sabiendo que a su amiga ya se le había pasado el enfado.
—En
realidad, no quiero saber nada. No creo que a estas alturas de la película
vayas a cambiar.
—Ok.
Tú mandas. ¿Dónde me llevas esta noche?
—Cenaremos
en un italiano exquisito, en la calle Ganduxer, y luego…
—Y
luego vamos a Bikini ¿sí? Di que sí, por favor.
—Ni
de coña —respondió Ana poniendo los ojos en blanco mientras se subían al coche—.
Luego ya veremos.
Ana
conocía a Marta desde que tenían diez años. Fueron juntas al colegio y aunque
luego Marta estudió Derecho porque no sabía qué estudiar y Ana se decantó por
Administración de Empresas, nunca habían roto el contacto. Al acabar la carrera,
Marta entró de prácticas en un bufete y antes de terminar el año ya se había prometido
con Pepe. Era el mejor amigo de su hermano, cuatro años mayor que ella.
Informático y consultor en Accenture. Marta se negó a quedarse embarazada tan
pronto y acordaron que se pondrían a ello al cumplir los treinta. Pero las
cosas se complicaron y al ver que no llegaban los niños, recurrieron a la
reproducción asistida. Hacía catorce meses que Marta había dado a luz unos
preciosos gemelos que la estaban volviendo loca. Uno de ellos era ahijado de
Ana.
El
restaurante, muy de moda en la zona alta de Barcelona, era un italiano monísimo
de excelente calidad-precio. La decoración era un acierto. Tenía muebles,
sillas, sofás y sillones de diferentes épocas y diferentes estilos. Toda la
puesta en escena aderezada con candelabros, jarrones y espejos entre otros
objetos de decoración, dispuestos con un gusto exquisito. Era un sitio perfecto
para ver y dejar verse; justo lo que necesitaba esa noche Marta.
—Me
encanta. Gracias, Ana —dijo con una sonrisa arrebolada—. ¿Cómo conoces tantos
sitios chulos?
—Bueno,
éste está al lado de mi casa, así que ha sido fácil —sonrió—, pero además ya
sabes que forma parte de mi trabajo. Cuando montamos eventos de presentación de
producto, cenas con clientes, con proveedores…, la agencia se encarga de muchas
cosas, pero hay otras que me gusta supervisarlas personalmente.
—¡Cómo
envidio esa parte de tu trabajo! ¡Oh! Mira. Bueno, no mires. A tu derecha, en
la mesa de ocho, acabo de ver al marqués.
—¿Qué
marqués? —preguntó Ana frunciendo el ceño en un esfuerzo por recordar si conocía
a algún marqués.
—Si
tendrás morro de no acordarte. El marqués es ese amigo de Pepe que te
beneficiaste en mi boda.
—¿Quién,
Ignacio? ¿Era marqués? No tenía ni idea. No lo veo. —Giró automáticamente la
cabeza hacia su derecha para ver si lo localizaba.
—¡No
te muevas! —apremió Marta quedamente—. Viene hacia aquí. —Se concentró en su
plato, como si tuviera un apetito insaciable.
—¡Marta,
qué sorpresa! —El marqués llegaba sonriente a saludarlas.
—¡Ignacio,
cuánto tiempo! —dijo Marta—. ¿Has venido con tu mujer? No la veo.
—No…
es una cena con gente del trabajo. Estás increíblemente guapa y felicidades por
los gemelos. Nadie diría…
—¿Te
acuerdas de Ana? —cortó ella. Ignacio se giró hacia Ana y dijo—: Desde luego,
cómo olvidarla.
—Hola,
Ignacio, yo sí que hacía tiempo que no te veía —Ana sonrió educadamente.
Después de un par de frases de cortesía y de darle recuerdos para Pepe, volvió
a su mesa.
—¡Por
el amor de Dios! Pero si está fatal, gordo, calvo y con una sonrisa libidinosa
que para qué. Si te ha desnudado con la mirada. Marta, ¡no ha parado de mirarte
las tetas! De hecho —continuó Ana—, acabo de recordar que esa noche que dices
que me lo beneficié, y que estábamos los dos muy, muy borrachos, me dijo que
estaba enamorado de ti.
—¿Y
me lo dices ahora?
—Me olvidé
—dijo Ana alzando las cejas—. Además, tú solo tienes ojos para Pepe. Supongo
que pensé que te incomodaría estar con él cuando coincidierais y luego se me
olvidó.
—En
fin, no tienes remedio. Bueno, cuéntame tú. ¿Quién te quita ahora el sueño?
—Ahora
mismo la que me quita el sueño es Rosa y su baja por embarazo de riesgo.
—Estoy
hablando de chicos, tíos, hombres, no de trabajo.
—Pues
estoy en periodo de sequía y así seguiré hasta que esa señora vuelva de la baja
maternal. No tengo tiempo.
—¿Con
cuántos hombres te has acostado? —preguntó Marta con picardía.
—¡Marta!
Lo sabes perfectamente… —se ruborizó—. Con unos cuantos.
—Ya,
pero ninguno te ha durado más de nueve meses. Como un embarazo —Marta soltó una
carcajada—. Bueno, uno sí, el primero te duró unos cuantos años… Pero en
realidad no debería contar, porque fue una historia rara, ¿no? —Entrecerró los
ojos como si quisiera recordar—. ¿Cómo se llamaba?
—Matías
—respondió Ana—. Sí, fue una historia rara.
—Ese
tío te marcó.
—Que
fuera mi primer novio no quiere decir que me marcara. Esa leyenda de que las
mujeres nunca olvidamos a los que nos desfloran es una patraña.
—¿Cuándo
fue la última vez que supiste de él?
—En
el 2000, hace doce años.
—Sí
que te acuerdas —dijo Marta con cantinela.
—Bueno,
ya sabes, el cambio de siglo nos hizo evolucionar en algunos aspectos y, como
es un número redondo, es fácil acordarse. Por cierto —dijo Ana para cambiar de
tema—, Ignacio no te quita ojo de encima. ¿Cuánto hacía que no os veíais?
—Desde
su boda, hace cuatro años.
La
cena acabó entre risas y recuerdos del pasado. Resultó fácil gracias a las dos
botellas de vino tinto. Marta resolvió que ya era suficiente, y Ana la acompañó
a casa. Ella ya sabía que no habría que ir a ningún sitio más. Marta estaba
siempre muy cansada desde que había tenido a los gemelos. Después condujo hasta
su casa y, una vez arriba, regó las plantas.
Hizo
una excepción y se sentó en el balcón a fumarse un cigarrillo. Era de esas
extrañas personas que fumaba de vez en cuando, y un paquete podía durarle seis
meses.
Siempre
se reía con Marta, pero el vino y su amiga le habían traído a la mente el
recuerdo de alguien en quien hacía tiempo que no pensaba. Ya no había dolor por
la mentira del primer hombre del que se enamoró y cuya traición le había hecho
desconfiar para siempre en las relaciones que vinieron después. Pero volvió a
preguntarse, una vez más, qué habría pasado si le hubiera creído cuando le dijo
que le quería. ¿Qué hubiera pasado si no se hubiera marchado con la cabeza alta
y sin mirar atrás? Él nunca volvió a llamarla. Y sus padres vendieron el
apartamento de la playa. Nunca más había vuelto al pueblo y aunque hacía años
que se lo había planteado, le parecía ridículo remover las cosas. ¿Con qué fin?
Encendió el ordenador y buscó su nombre en Facebook, Linkedin y Twitter.